Era el día quince de lealtad y el hermano Díaz llegaba tarde a una audiencia con Su Santidad la Papisa.
—Me cago en la leche.
Se inquietó cuando su carruaje, que apenas avanzaba, empezó
a zarandearse al paso de una procesión de quejumbrosos penitentes, con la espalda surcada de sangre y la cara de arrebatadas lágrimas, flagelándose bajo un pendón que tan solo rezaba: «Arrepentíos». No especificaba de qué debía arrepentirse quien lo leyera.
Pero todo el mundo tenía algo, ¿verdad?
—Me cago en la leche.
Tal vez no se contase entre las Doce Virtudes, pero el hermano
Díaz siempre se había enorgullecido de su puntualidad. Había consignado cinco horas enteras para llegar desde su hospedería a la
audiencia, convencido de que le sobrarían al menos dos para admirar con pío fervor las estatuas de los santos principales ante el
Palacio Celestial. Se decía que todos los caminos de la Ciudad Santa llevaban allí, al fin y al cabo.
Solo que, en esos momentos, parecía que todos los caminos de
la Ciudad Santa daban vueltas y vueltas en gélidos círculos atravesando una inimaginable densidad de peregrinos, prostitutas, soñadores, intrigantes, compradores de reliquias, vendedores de indul-
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gencias, buscadores de milagros, predicadores y fanáticos, pillos y
embaucadores, prostitutas, ladrones, mercaderes y prestamistas, soldados y matones, una asombrosa cantidad de ganado en movimiento, tullidos, prostitutas, prostitutas tullidas y… ¿había mencionado
ya a las prostitutas?
Desde el principio pensé que sería una lectura muy divertida, pero al final me ha dejado sentimientos encontrados. Creo que el problema está en que, para disfrutarla de verdad, primero hay que conocer bien a esa peculiar pandilla de Diablos. Y justo cuando por fin los tienes ubicados y empiezas a conectar con ellos… la historia se termina. Quizá Joe Abercrombie lo ha planeado así, pensando en futuras entregas.

