Me encontraba aún en Amsterdam cuando soñé con mi madre por primera vez en mucho tiempo. Llevaba más de una semana encerrado en el hotel, temeroso de telefonear a alguien o de salir de la habitación, y el corazón se me desbocaba al oir hasta el ruido más inocente: el timbre del ascensor, el traqueteo del carrito del minibar, incluso las campanas de las iglesias dando las horas, de Westertoren, Krijberg, una nota sombría en el tañido, una sensación de fatalidad propia de un cuento de hadas. De día, sentado a los pies de la cama, me esforzaba por descifrar las noticias de la televisión holandesa (algo inútil, ya que no sabía una palabra de neerlandés), y cuando desistía, me quedaba junto a la ventana mirando el canal envuelto en mi abrigo de pelo de camello, pues me había marchado de Nueva York de manera precipitada y la ropa que me había traído no abrigaba lo suficiente, ni siquiera dentro de la habitación.
Fuera todo era bullicio y alegría. Estábamos en Navidad y sobre los puentes del canal titilaban las luces por la noche, damen en heren de mejillas coloradas, con bufandas que ondeaban al viento gélido, pasaban estrepitosamente por los adoquines con árboles de Navidad atados a la parte trasera de sus bicicletas. Por las tardes una banda de músicos aficionados tocaba villancicos que flotaban, estridentes y frágiles, en el aire invernal.
Tenía muchas ganas de leer este libro del que casi todo el mundo habla. Donna Tartt nos propone un viaje endiabladamente irresistible en el que en ningún momento sabes lo que va a suceder. Una metáfora de la vida que te va a llegar. Eso si, tienes que estar preparado, porque es una novela larga.