Más tarde, después de la cena y la oración nocturna, el baño si tocaba noche de baño, y luego las negociaciones para dar por concluido el día (Por favor, hermana, ¿no podemos quedarnos un poco más? Por favor, un cuento más), cuando los niños se habían dormido por fin reinaba el silencio, Amy los contemplaba. No existía ninguna norma contra eso. Todas las hermanas se habían acostumbrado a sus vagabundeos nocturnos. Como una aparición, deambulaba de una sala silenciosa a otra, recorriendo arriba y abajo las filas de camas donde estaban acostados los niños, sus rostros y cuerpos dormidos en confiado reposo. Los mayores contaban trece años, a punto de alcanzar la edad adulta, y los más pequeños eran bebés. Cada uno cargaba con una historia, siempre triste. Muchos eran hijos terceros, abandonados en el orfanato por padres que no podían pagar el impuesto, y otros víctimas de circunstancias todavía más crueles: madres muertas al dar a luz o bien solteras e incapaces de soportar vergüenza. Los padres habían desaparecido en las oscuras corrientes subterráneas de la ciudad o habían sido expulsados al otro lado de la muralla. Los orígenes de los niños eran diversos, pero su destino sería el mismo. Las niñas ingresarían en la Orden y dedicarían sus días de oración, la comtemplación y el cuidado de los niños que ellas mismas habían sido, mientras que los niños se convertirían en soldados, miembros de los Expedicionarios, y se comprometerían bajo un juramento de naturaleza diferente, pero no menos vinculante.
Por segunda vez nos enfrentamos a este libro. En esta ocasión hemos tenido sentimientos encontrados. Por momentos nos apasionaba y en otros nos resultaba un poco tedioso y que se avanzaba poco en el desenlace. Pero bueno era un trámite que había que realizar para por fin enfrentarnos al tercer y último libro de la trilogía.