¿Tie-ne-frí-o-o?, gritó el cochero con la voz entrecortada por los saltos del carruaje. ¡Voy bie-e-en, gra-cias!, contestó Hans tiritando.
Los faroles se desenfocaban al ritmo del galope. Las ruedas escupían barro. A punto de partirse, los ejes se torcían en cada bache. Los caballos inflaban las mandíbulas y soltaban nubes por la boca. Sobre la línea del horizonte rodaba una luna opaca.
Hacía rato que Wandernburgo se dibujaba a lo lejos, al sur del camino. Pero, pensó Hans, como suele pasar al final de una jornada agotadora, aquella pequeña ciudad parecía desplazarse con ellos. Encima de la cabina el cielo pesaba. Con cada latigazo del cochero el frío se envalentonaba y oprimía el contorno de las cosas. ¿Fal-ta-a mu-cho?, preguntón Hans asomando la cabeza por la ventanilla. Tuvo que repetir dos veces la pregunta para que el cochero saliera de su ruidosa atención y, señalando con la fusta, exclamase: ¡Ya-a lo ve us-te-e-ed! Hans no supo si eso significaba que faltaban pocos minutos o que nunca se sabía. Como era el último pasajero y no tenía con quién hablar, cerró los ojos.
Cuando volvió a abrirlos, vio una muralla de piedra y una puerta abovedada. A medida que se acercaban Hans percibió algo anómalo en la robustez de la muralla, una espedie de advertencia sobre la dificultad de salir, más que de entrar. A la luz ahogada de las farolas divisó las siluetas de los primeros edificios, las escamas de unos tejados, torres afiladas, ornamentos como vértebras. Tuvo la sensación de ingresar en un lugar recién desalojado, de que los golpes de los cascos y las sacudidas de las ruedas sobre los adoquines producían demasiado eco. Todo estaba tan quieto que parecía que alguien los espiaba conteniendo la respiración. El carruaje giró en una esquina, el sonido del galope se ensordeció: ahora el suelo esra de tierra. Atravesaron la calle del Caldero Viejo. Hans divisó un letrero de hierro balanceándose. Le indicó al cochero que parase.
Un libro que o se odia o se ama, la primera mitad para mi ha sido un poco bastante tediosa, me refiero a los extensos fragmentos donde el autor empieza a escribir para gente con muchos conocimientos tanto en literatura, historia, filosofía…, intelectuales les podemos llamar, pero más o menos a la mitad del libro ya no hay tantas tertulias que versen sobre esos temas y se mete más en el desarrollo de la trama, ahí es donde me empezó a atrapar pero no lo suficiente.
Para concluir creo que Neuman se excede en extesión para realmente lo que cuenta y desde mi humilde opinión aunque haya recibido el Premio Alfaguara del 2009 no me atrevo a recomendarlo. Hay a mucha gente al que le ha encantado yo creo que no estoy preparado para este tipo de libros.
viernes, diciembre 31, 2010
El Viajero del Siglo | Andrés Neuman
Etiquetas:
Andrés Neuman,
libros
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