La frase sin esperanza que le había dirigido meses atrás un oficial retumbó en la cabeza del sargento Espinosa como si hubiera sido pronunciada en el interior de una catedral.
Minutos antes, su asombrada orden había hecho que, en un acto reflejo, el grupo de soldados se pusiera en pie cambiando precipitadamente las latas de carne y los cubiertos del condumio por máusers. Vistos desde lejos sobre la congelada superficie del río Sslavianka, envueltos en sus pesados uniformes de invierno, semejaban un grupo de desorientados pingüinos. Al cabo, sus ojos siguieron la línea imaginaria de la mirada del sargento, y cuando toparon con la causa de su voz, la mayoría adoptaron una actitud de recién despertados, de quien no ha entendido aún los límites entre aquello que están viendo y lo que veían en sueños. En una visión dadaísta, un conjunto de unas veinte cabezas de caballo sobresalían esparcidas sobre el lago helado como un ajedrez monotemático.
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