Emma Green espera que el anciano no esté muerto. Es uno de esos momentos que llegan en la vida en los que piensas una cosa y rezas para que pase otra. Lo que sin duda está muerto es la cafetería. Solo han entrado dos clientes en la última hora y ninguno de ellos ha pedido más que café, pero su jefe no es de los que dejan que sus empleados se marchen a casa temprano, ni siquiera un lunes por la noche poco animado como ese, del mismo modo que tampoco es de los que se toman este tipo de situaciones con buen humor. En el aparcamiento de la parte trasera está su coche, el de su jefe y un par de coches más. Hay un contenedor en uno de los lados con unas cuantas cajas de leche apiladas encima y el aire huele a col. No es que haya mucha luz, pero algo sí. La suficiente para poder ver al anciano desplomado en el asiento del conductor, con la boca abierta, los ojos cerrados y la cabeza ladeada, exactamente igual que como habían encontrado a su abuelo un par de años atrás, cuando habían tenido que derribar la puerta del baño al ver que no salía. Ella se acerca al coche y observa al anciano del interior. Del labio inferior le cuelga un hilillo de saliba que le llega hasta el pecho. Tiene entradas, tantas como pueda tener un hombre antes de que se le considere calvo. La chica lo reconoce. Ha estado dentro hace un par de horas. Ha pedido un café y un bollo y se ha sentado en la esquina con un periódico mientras intentaba resolver el crucigrama. -El diablo vive aquí-,
miércoles, agosto 15, 2012
El Coleccionista | Paul Cleave
Emma Green espera que el anciano no esté muerto. Es uno de esos momentos que llegan en la vida en los que piensas una cosa y rezas para que pase otra. Lo que sin duda está muerto es la cafetería. Solo han entrado dos clientes en la última hora y ninguno de ellos ha pedido más que café, pero su jefe no es de los que dejan que sus empleados se marchen a casa temprano, ni siquiera un lunes por la noche poco animado como ese, del mismo modo que tampoco es de los que se toman este tipo de situaciones con buen humor. En el aparcamiento de la parte trasera está su coche, el de su jefe y un par de coches más. Hay un contenedor en uno de los lados con unas cuantas cajas de leche apiladas encima y el aire huele a col. No es que haya mucha luz, pero algo sí. La suficiente para poder ver al anciano desplomado en el asiento del conductor, con la boca abierta, los ojos cerrados y la cabeza ladeada, exactamente igual que como habían encontrado a su abuelo un par de años atrás, cuando habían tenido que derribar la puerta del baño al ver que no salía. Ella se acerca al coche y observa al anciano del interior. Del labio inferior le cuelga un hilillo de saliba que le llega hasta el pecho. Tiene entradas, tantas como pueda tener un hombre antes de que se le considere calvo. La chica lo reconoce. Ha estado dentro hace un par de horas. Ha pedido un café y un bollo y se ha sentado en la esquina con un periódico mientras intentaba resolver el crucigrama. -El diablo vive aquí-,
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