Dos de los tres han muerto desde que me fui de Oxford, y eso me hace pensar, supersticiosamente, que quizá esperaron a que yo llegara y consumiera mi tiempo allí para darme ocasión de conocerlos y para que ahora pueda hablar de ellos. Puede, por tanto, que -siempre supersticiosamente- esté obligado a hablar de ellos. No murieron hasta que yo dejé de tratarlos. De haber seguido en sus vidas y en Oxford (de haber seguido en sus vidas cotidianamente), tal vez aún estuvieran vivos. Este pensamiento no es sólo supersticioso, es también vanidoso. Pero para hablar de ellos tengo también que hablar de mí, y de mi estancia en la ciudad de Oxford. Aunque el que habla no sea el mismo que estuvo allí. Lo parece, pero no es el mismo. Si a mí mismo me llamo yo, o si utilizo un nombre que me ha venido acompañado desde que nací y por el que algunos me recordarán, o si cuento cosas que coinciden con cosas que otros me atribuirían, o si llamo mi casa a la casa que antes y después ocuparon otros pero yo habité durante dos años, es sólo porque prefiero hablar en primera persona, y no porque crea que basta con la facultad de la memoria para que alguien siga siendo el mismo en diferentes tiempos y en diferentes espacios. El que aquí cuenta lo que vio y le ocurrió no es aquel que lo vio y al que le ocurrió, ni tampoco es un prolongación, ni su sombra, ni su heredero, ni su usurpador.
¿Qué decir de uno de mis escritores favoritos? Pues que es una gozada compartir horas con la prosa de este gran escritor. Como siempre no importa lo que cuente, sino como lo cuenta. Su estilo brillante te envuelve y te atrapa.
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