Me quedé mirando fijamente el monitor. La pantalla negra, salpicada de letras verdes. Tras mis últimas líneas todavía aparecieron un par de anotaciones. Pero ya no me interesaban. Ya había escrito mis últimas palabras. No había nada más que decir. Era el final, para siempre.
Julian no había participado en el chat, o por lo menos no había respondido. Tal vez también estuviera sentado ante el ordenador, impasible, estupefacto o inquieto, en algún lugar de Suecia o dondequiera que se encontrase en ese preciso momento. No podía saberlo. Solo sabía que no volvería a hablar con él nunca más.
El Zosch, el bar de la esquina, acababa de cerrar y oí que los últimos clientes salían achispados para dirigirse hacia el tranvía. Faltaba poco para las dos de la madrugada del 15 de septiembre de 2010. Dejé el ordenador encima del escritorio y me tumbé sobre los cojines del sofá en la sala de estar. Abrí una novela de Terry Pratchett y empecé a leer. ¿Qué hace uno en semejante situación, que harían otros? Leí durante horas. Me quedé dormido en algún momento, todavía vestido, con los calcetines que me había hecho mi abuela y el libro sobre mi vientre. Recuerdo el título: Buenos presagios.