Mucho tiempo después se dijeron de él las cosas más diversas. Había quien afirmaba que se había retirado a un monasterio del monte Athos para rezar entre piedras y lagartijas, otros juraban haberlo visto en una villa de Sotogrande mezclado con una multitud de modelos cocainómanos. Otros se empeñaban en sostener que habían encontrado su rastro en la pista del aeropuerto de Sarja, en el cuartel general de las milicias del Dombás o entre las ruinas de Mogadiscio.
Desde que Vadim Baranov había dimitido de su puesto de consejero del Zar, las historias sobre él, lejos de extinguirse, se habían multiplicado. Es algo que sucede a veces. La mayoría de los poderosos extraen su aura de la posición que ocupan. A partir del momento en que la pierden, es como si los hubieran desenchufado de la corriente. Se desinflan como esos muñecos que hay en la entra 12 da de los parques de atracciones. Nos cruzamos con ellos por la calle y no logramos comprender cómo tipos así pudieron suscitar tantas pasiones.
“El mago del Kremlin” ha resultado ser una lectura curiosa y reveladora.
El libro abre una ventana a los entresijos del poder ruso y propone una reflexión interesante sobre cómo se construye, se usa y se mantiene la influencia en las altas esferas.
Sin embargo, aunque la obra tiene momentos llamativos y aporta cierta profundidad, no termino de comprender cómo ha llegado a convertirse en un superventas. Es un libro que se deja leer, sí, y que ofrece ideas sugerentes… pero no diría que vaya mucho más allá.

