Sus ojos fueron lo primero que me llamó la atención. Yacían hundidos en sus cuencas y parecía que no podían dejar de mirarme. Todos los clientes de la casa de té me observaban con más o menos disimulo, con más o menos curiosidad, pero él era el más descarado. Como si yo fuera un sser exótico, uno que viera por primera vez. No habría sabido decir su edad. Su rostro estaba cubierto de arrugas; tendría al menos sesenta años, quizá setenta. Llevaba una camisa blanca amarillecida, un longi de tela verde y unas sandalias de goma. Fingí no hacer caso de él y recorrí con la mirada la casa de té, un tenducho de madera con varias mesitas y taburetes sobre un suelo de tierra seca y polvorienta. De una pared colgaban viejas hojas de calendario con fotos de chicas. Los vestidos les llegaban hasta el suelo, y sus blusas de manga larga, sus cuellos altos y estrechos y sus trostros graves me hacían pensar en las fotografías antiguas, coloreadas a mano, de las jóvenes de buena familia de finales de siglo que podían encontrarse en los mercadillos de Nueva York. En la pared de enfrente había una vitrina con galletas y pastitas de arroz sobre las que revoloteaban docenas de moscas. A un lado, un hornillo de gas con una caldera cubierta de hollín en la que hervía el agua para el té. En una esquina se apilaban cajas de madera con limonadas de color anaranjado. Jamás había estado en una choza más miserable.
Para nada conocíamos ningún libro de Jan-Philipp Sendker pero con este libro me ha conquistado. Si te apetece leer un libro de estas características; ni te lo pienses, léelo.