Aquella mañana me desperté llorando. Como siempre. Ni siquiera
sabía si estaba triste. Junto con las lágrimas, mis emociones se habían
ido deslizando hacia alguna parte. Absorto, permanecí un rato en el
futón hasta que se acercó mi madre y me dijo: "Es hora de levantarse".
No nevaba, pero el camino estaba helado, blanco. La mitad de los coches circulaba con cadenas. En el asiento del copiloto, al lado de papá, que era quien conducía el automóvil, se sentó el padre de Aki. Su madre y yo ocupamos los asientos traseros. El coche arrancó. Delante, los dos hombres solo hablaban de la nieve. Que si lograríamos, o no, llegar al aeropuerto para el embarque. Que si el avión saldría a la hora prevista. Detrás, nosotros apenas hablábamos. Distraído, miraba por la ventanilla el paisaje que dejábamos atrás. A ambos lados de la carretera se extendían, en todo lo que alcanzaba la vista, campos cubiertos de nieve. A lo lejos, la cresta de las montañas refulgía bañada por los rayos de un sol que brillaba a través de las nubes. La madre de Aki llevaba en el regazo una pequeña urna de cenizas.
Al aproximarnos al desfiladero, la capa de nieve se hizo más espesa. Mi padre y el padre de Aki bajaron del coche en el aparcamiento y empezaron a ajustar las cadenas a las ruedas. Mientras, decidí dar un paseo por los alrededores.
Era un libro que tenía entre ceja y ceja desde hace mucho tiempo. No sabía que era una triste y bonita historia al mismo tiempo, pero en ningún momento me ha llegado a cautivar como yo esperaba. Hay fragmentos que literalmente te agarran el corazón y te lo estruja pero al segundo todo se desincha. Al final me quedo con la sensación de una novela superficial, vacía…