Una colisión entre dos vehículos es pura cuestión de física. Todo depende de las casualidades, y las casualidades pueden explicarse con una ecuación: fuerza multiplicado por tiempo es igual a masa multiplicado por aceleración. Y si consideramos esas casualidades como variables, obtendremos un relato sencillo, verídico e implacable. Un relato que da cuenta, por ejemplo, de lo que sucederá si un camión de veinticinco toneladas que circula cargado hasta los topes a una velocidad de ochenta kilómetros por hora alcanza a un turismo que va a la misma velocidad, pero que pesa ochocientos kilos.
Dependiendo de esas casualidades que son el punto de impacto, el tipo de carrocería y el ángulo en que se encuentran los dos implicados el uno respecto al otro, puede existir un sinfín de versiones de un mismo relato, aunque todas esas versiones son tragedias y es el turismo el que lleva las de perder.
Reina un silencio extraño; puedo oír el susurro del viento entre los árboles y el rumor del agua bajando por el río. Tengo el brazo paralizado y estoy boca abajo, apretado contra el acero. Sobre mi, desde el suelo, caen gotas de sangre y gasolina. Abajo, en el techo, que hace un dibujo como de tablero de ajedrez, hay un cortaúñas, un brazo arrancado, dos cadáveres y una beauty bag abierta. El mundo no tiene belleza, solo beauty. La reina blanca está destrozada, yo soy un asesino y aquí dentro no respira nadie. Ni siquiera yo. Así que no tardaré en morir. Cerraré los ojos y me rendiré. Es maravilloso rendirse. Ya no quiero esperar más. Y por eso urge contar este relato, esta variante, esta historia sobre el ángulo en que uno de los implicados se halla en relación al otro.
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