El contenedor se balanceaba mientras la grúa lo transportaba hacia el barco. Como si estuviera flotando en el aire, el spreader, el mecanismo que engancha el contenedor a la grúa, no lograba controlar el movimiento. Las puertas mal cerradas se abrieron de golpe y empezaron a llover decenas de cuerpos. Parecían maniquíes. Pero en el suelo las cabezas se partían como si fueran cráneos de verdad. Y eran cráneos. Del contenedor salían hombres y mujeres. También algunos niños. Muertos. Congelados, muy juntos, uno sobre otro. En fila, apretujados como sardinas en lata. Eran los chinos que no mueren nunca. Los eternos que se pasan los documentos de uno a otro. Ahí es donde habían acabado. Los cuerpos que las imaginaciones más calenturientas suponían cocinados en los restaurantes, enterrados en los huertos de los alrededores de las fábricas, arrojados por la boca del Vesubio. Estaban allí. Caían del contenedor de decenas, con el nombre escrito en una tarjeta atada a un cordón colgado del cuello. Todos habían ahorrado para que los enterraran en su ciudad natal, en China. Dejaban que les retuviesen un porcentaje del sueldo y, a cambio, tenían garantizado un viajes de regreso una vez muertos. Un espacio en un contenedor y un agujero en un pedazo de tierra china. Cuando el hombre que manejaba la grúa del puerto me lo contó, se tapó la cara con las manos y siguió mirándome a través del espacio que había dejado entre los dedos. Como si aquella máscara de manos le infundiera valor para hablar. Había visto caer cuerpos y ni siquiera había tenido que dar la vox de alarma, que avisar a nadie. Simplemente había depositado el contenedor en el suelo, y decenas de personas surgidas de la nada los habían metido todos dentro y habían retirado los restos con un aspirador.
Qué ganas tenía de leer este libro; y qué decepción me he llevado con él. Supuse que sería una historia novelada sobre los entresijos de la camorra italiana. Y lo que me encuentro es casi con un listín de nombres, motes y fechorías. Casi me ha dado un patatus para poder acabarlo; si tubiese que describirlo con una palabra sería SOPORÍFERO.
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