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viernes, diciembre 01, 2017

La banda de los niños | Roberto Saviano


-¿Me estás mirando?
-No, para nada.
-¿Y qué miras?
-Oye, hermano, ¡te confundes! Yo no tengo nada que ver contigo.
Renatino estaba entre los otros chicos, hacía rato que lo habían visto en medio de la selva de cuerpos, pero cuando se dio cuenta ya lo habían rodeado entre cuatro. La mirada es territorio, es patria, mirar a alguien es entrar en su casa sin permiso. Observar a alguien es invadirlo. No desviar la mirada es manifestación de poder. Ocupaban el centro de la plaza. Una plazoleta cerrada entre un círculo de edificios, con una única calle de acceso, un único bar en la esquina y una palmera que, por sí sola, tenía el poder de imprimirle un aire exótico. Aquella planta clavada en pocos metros cuadrados de tierra transformaba la percepción de las fachadas, de las ventanas y de los portales, como si hubiera llegado desde la plaza Bellini con un golpe de viento.
Ninguno pasaba de los dieciséis años. Se acercaron respirándose los alientos. Ya era un desafío. Nariz contra nariz, listo el cabezazo sobre el tabique nasal si no hubiera intervenido Briato. Había interpuesto su cuerpo, un muro que delimitaba una frontera.


Nada más que vi la entrevista en el programa Página 2 quería leer este libro aunque la experiencia con Gomorra no fue muy satisfactoria. Y con esta lectura he tenido sentimientos enfrentados, por momentos me gustaba y en otras ocasiones me parecía una lectura bastante planita. Lo que si que tengo claro es que Roberto Saviano ha sabido cocinar el final a fuego lento; todo está a punto de estallar pero te deja con la miel en la puta de los labios. Tendremos que esperar a la segunda parte…

sábado, octubre 18, 2014

Gomorra | Roberto Saviano


El contenedor se balanceaba mientras la grúa lo transportaba hacia el barco. Como si estuviera flotando en el aire, el spreader, el mecanismo que engancha el contenedor a la grúa, no lograba controlar el movimiento. Las puertas mal cerradas se abrieron de golpe y empezaron a llover decenas de cuerpos. Parecían maniquíes. Pero en el suelo las cabezas se partían como si fueran cráneos de verdad. Y eran cráneos. Del contenedor salían hombres y mujeres. También algunos niños. Muertos. Congelados, muy juntos, uno sobre otro. En fila, apretujados como sardinas en lata. Eran los chinos que no mueren nunca. Los eternos que se pasan los documentos de uno a otro. Ahí es donde habían acabado. Los cuerpos que las imaginaciones más calenturientas suponían cocinados en los restaurantes, enterrados en los huertos de los alrededores de las fábricas, arrojados por la boca del Vesubio. Estaban allí. Caían del contenedor de decenas, con el nombre escrito en una tarjeta atada a un cordón colgado del cuello. Todos habían ahorrado para que los enterraran en su ciudad natal, en China. Dejaban que les retuviesen un porcentaje del sueldo y, a cambio, tenían garantizado un viajes de regreso una vez muertos. Un espacio en un contenedor y un agujero en un pedazo de tierra china. Cuando el hombre que manejaba la grúa del puerto me lo contó, se tapó la cara con las manos y siguió mirándome a través del espacio que había dejado entre los dedos. Como si aquella máscara de manos le infundiera valor para hablar. Había visto caer cuerpos y ni siquiera había tenido que dar la vox de alarma, que avisar a nadie. Simplemente había depositado el contenedor en el suelo, y decenas de personas surgidas de la nada los habían metido todos dentro y habían retirado los restos con un aspirador.


Qué ganas tenía de leer este libro; y qué decepción me he llevado con él. Supuse que sería una historia novelada sobre los entresijos de la camorra italiana. Y lo que me encuentro es casi con un listín de nombres, motes y fechorías. Casi me ha dado un patatus para poder acabarlo; si tubiese que describirlo con una palabra sería SOPORÍFERO.